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Familiar y artesana

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LLa historia de Jesús Martínez Lizanzu, lodosano nacido el 25 de octubre de 1947, es la de una persona luchadora de orígenes humildes. «De pequeños —comenta— mis cuatro hermanos y yo no teníamos más que la luz del cielo, aunque no faltaba algún currusco de pan». Apoyado por su familia, «que empeñó hasta las zapatillas», apostó allá por 1980 por la conserva vegetal. Y ahora que nadie cuestiona su peso en el sector asegura que sigue siendo «una persona humilde». «Es más —añade— la humildad es el consejo que les doy a mis dos hijos, porque en la vida no te faltan ocasiones. Hasta entonces, hay que saber esperar, trabajar y ahorrar».

A Jesús Martínez siempre le han llamado Perón, como al antiguo presidente de Argentina. Un apodo que él considera «cosas de pueblo». «Siendo muy crío empezaron a llamarme así, no sé muy bien por qué. Me decían que era muy majo y que me tenía que casar con una hija de Perón. iQué cosas!», exclama con cierto rubor.

Una empresa familiar

La vida hizo que se casara con la también lodosana Blanca Cordón Erdociáin en 1973, directora de producción, con quien tiene dos hijos: Sergio y Jesús. Entre los cuatro se reparten las tareas. «Blanca es mi mejor compañera en todas mis aventuras y desventuras. Siempre apoyándome y luchando a mi lado. Sin ella nunca hubiera sido posible este proyecto», asegura.

Las necesidades de casa le obligaron a ponerse a trabajar a los 13 años como aprendiz de cerrador de botes en la Cooperativa El Campo de Lodosa. «Entonces no imaginé hasta qué punto cerrar botes iba a marcar mi vida», señala.

Para entonces, Perón había dejado la escuela sin obtener los estudios primarios. Un certificado que, por su espíritu y amor propio, se propuso conseguir después. «No había sido muy buen estudiante, pero me quedaba la cosa del título y me lo saqué por las noches cuando tenía dieciocho años», recuerda. En su primer trabajo no percibió dinero. «Algo —señala— nos darían a los aprendices, pero lo que recuerdo como primer sueldo fue a los 16 años, cuando empecé a trabajar en Conservas Comuna».

Tras el primer mes de trabajo en su nueva empresa, también como cerrador de botes, recibió 5.000 pesetas «más mil pesetas de propina», puntualiza con orgullo Jesús Martínez y, envuelto en aquel momento, añade: «¡Qué ilusión nos hacía llevar algo a casa!».

Para Jesús Martínez cerrar botes era una de las tareas más ingratas. «Las tapas venían sin rizar y cortaban como cuchillas de afeitar, los botes me llegaban precalentados a temperaturas de 60 y 70 grados. Al lado tenía un cubo de agua fría para calmarme las manos. Era muy duro».

Llegó a cerrar en doce horas hasta 16.000 botes de tres kilos de coliflor. «Me dediqué a contarlos por curiosidad», comenta. De lo que prefirió perder la cuenta fue de las constantes ampollas y cortes. «Aún tengo las cicatrices. Hasta ocho puntos me dieron», dice mostrando las palmas de sus manos. Fueron diez años los que pasó cerrando botes. «Llegué incluso a quedarme algo encorvado de la postura. Más de una vez mi mujer me decía qué anduviese recto», rememora.

Después vendría la mili, que compaginó con trabajos en otra conservera lodosana, la Hispano Suiza. «Cuando cumplí con la patria, me empleé en Inabonos, de Lodosa. Me hicieron fijo y me casé». A la vuelta del viaje de novios comenzaría a darle vuelta a su aventura empresarial.

Jesús Martínez Lizanzu «Perón»

Al fondo Perón con su hijo Sergio

Los primeros pasos

El primer mes de casado recibió menos de lo que ganó a sus 16 años. Así lo recuerda: «Cobré 4.700 pesetas y vi que tenía que buscar algo para complementar la renta. Un tío mío me dijo que me presentara a alguacil. Me convenció que iba a estar mejor y así lo hice».

El valor del sentido de la familia en la vida de Perón ha jugado un papel importante. «Siempre he contado con ella y ellos conmigo». Un apoyo que en esta ocasión encontró en su suegro, Enrique. «Empezamos a alquilar fincas para cultivar pimientos que luego embotábamos en casa, con mi mujer y la familia».

Pero el detonante para acometer la creación de una conservera está vinculado con su trabajo como cerrador de botes. «Yo sabía que los botes costaban cuatro pesetas y por cerrarlos me cobraban 21 pesetas. Como me consideraba el cerrador número uno de Lodosa, me dije que nunca nadie más en la vida me cerraría a mi nadie un bote de conserva, aunque los tuviese que cerrar en la cocina de mi casa». Y de ahí pasó a buscar un almacén para montar su conservera. «Los bancos no creían en mí, porque era un triste alguacil, y me costó. Gracias a la familia, que empeñó hasta las zapatillas, y a un banco, conseguí los cuatro millones que me hacían faltan para pagar mis primeros 200 metros cuadrados».

Era 1982. Perón tenía 34 años y seguía cumpliendo con su turno de ocho horas en el Ayuntamiento. «Lo hacía de tarde o de noche, porque las mañanas las invertía en el campo y en la fábrica». En su etapa inicial contó con la ayuda de un hombre al que él guarda cariño y respeto, Bautista Pascual. «Fue el encargado —comenta—, el que me había enseñado a cerrar botes. Cuando empecé a fabricar estuvo a mi lado diez años enseñándome todo lo que sabía».

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En plena faena

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El prestigioso chef José Andrés en Conservas Perón

La finca Los Cabezos

Sus desvelos se vieron compensados el primer año. «Aboné el crédito de un millón que me dejó el banco, llevé mis espárragos y pimientos al restaurante la Cepa de San Sebastián y el Churrasco de Zaragoza, y me adelantaron el dinero para la siguiente campaña».

Para sacar adelante su empresa, Perón sacrificó sus días de fiesta. «Incluso —señala— dejé la caza por la sujeción que me suponía la fábrica». Y también renunció a horas de sueño. «En ese sentido mi vida ha sido un desastre. Pasaba cuatro o cinco días durmiendo alguna que otra hora suelta». Alguacil de noche, conservero de día. Los ajetreos y esfuerzos le pasaron factura. Tuvo que ser intervenido a causa de una arteria obstruida y debido a la cual en 1990 dejó su puesto en el Ayuntamiento. «Ahora estoy perfectamente y me dedico sólo a la fábrica», concluye.

A los 200 metros cuadrados de su primer almacén pronto sumó otros 200 y así hasta los más 1.000 metros cuadrados de hoy. Una superficie que alberga sus dos fábricas. «No he dejado nunca de hacer inversiones. Siempre que he tenido una peseta la he vuelto a meter y así estoy siempre. No sé dónde pararé», explica.

En 1988 se produce un hecho decisivo: la adquisición de más de un millón de metros cuadrados de tierra de cultivo en el término de Los Cabezos, un terreno de buen regadío que le permite a Perón cultivar sus propios frutos y elaborarlos después, hacer bueno el dicho “de la mata a la lata”, algo que siempre ha tratado de llevar a cabo. Con anterioridad han sido las tierras de su hermano León o su suegro Enrique, con quienes llegó disfrutar de 5.000 plantas de alcachofa, otras tantas de espárrago y 80.000 de pimiento del piquillo. «Siempre intentamos que cultivemos lo que embotamos», apunta. En su proyecto incluye el cultivo de setas y champiñones, hongo xintaki, para después transformarlas.

Las cinco hectáreas que llevaba a renta con su suegro se han transformado en más de cien has de cultivo, en propiedad y renta, dando trabajo a cinco empleados fijos y a 30 eventuales.

«Pero no todo lo que da el campo es orégano», dice para dejar constancia de que llegar hasta aquí no ha sido fácil. «He tenido mis baches. Tengo mucha fe en Dios y a base de trabajo, trabajo y trabajo he salido adelante.  Más de una vez le he pedido que me dé fuerzas y lo sigo haciendo», concluye.